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Posted by : Nuestra señora del Valle y San Vicente Palotti
jueves, 12 de febrero de 2015
La Catequesis
160. El envío misionero del Señor incluye el
llamado al crecimiento de la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo lo
que os he mandado» (Mt 28,20).
Así queda claro que el primer anuncio debe provocar también un camino de
formación y de maduración. La evangelización también busca el crecimiento, que
implica tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre
ella. Cada ser humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización no
debería consentir que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir
plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar este
llamado al crecimiento exclusiva o prioritariamente como una formación
doctrinal. Se trata de «observar» lo que el Señor nos ha indicado, como
respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel
mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica
como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os
he amado» (Jn 15,12). Es
evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una
última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan
la exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo
que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10).
Así san Pablo, para quien el precepto del amor no sólo resume la ley sino que
constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la
vida cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga
progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con
todos» (1 Ts 3,12).
También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la ley realsegún la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar
en ningún precepto.
162. Por otra parte, este camino de
respuesta y de crecimiento está siempre precedido por el don, porque lo
antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre
regala gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición de posibilidad
de esta santificación constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de
dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm 8,5).
163. La educación y la catequesis están al
servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y
subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos
episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979), el Directorio
general para la catequesis (1997)
y otros documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos redescubierto que también en la
catequesis tiene un rol fundamental el primer anuncio o «kerygma», que
debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de
renovación eclesial. El kerygma es trinitario. Es el fuego del
Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que
con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita
del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer
anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu
lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Cuando a
este primer anuncio se le llama «primero», eso no significa que está al
comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo
superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay
que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a
anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus
etapas y momentos[126].
Por ello, también «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia
de su permanente necesidad de ser evangelizado»[127].
165. No hay que pensar que en la catequesis
el kerygma es abandonado en pos de una formación
supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más
y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite
comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la
catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo
corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas características del
anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico
de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y
que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad,
y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas
a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas
actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo,
paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra característica de la catequesis,
que se ha desarrollado en las últimas décadas, es la de una iniciaciónmistagógica[128],
que significa básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la
experiencia formativa donde interviene toda la comunidad y una renovada
valoración de los signos litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales
y planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la necesidad de una
renovación mistagógica, que podría tomar formas muy diversas de acuerdo con el
discernimiento de cada comunidad educativa. El encuentro catequístico es un
anuncio de la Palabra y está centrado en ella, pero siempre necesita una
adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso de símbolos
elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y la integración
de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y de
respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis preste una
especial atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis)[129].
Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo
verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo
resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas
las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que
ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo
estético[130],
que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de
recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer
en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros
no amamos sino lo que es bello[131],
el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y
nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la
formación en la via
pulchritudinis esté inserta
en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el
uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del
pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en
orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje parabólico»[132].
Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva
carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se
valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no
convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los evangelizadores,
pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta
moral de la catequesis, que invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del
Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida,
de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse
nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en
diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro
o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas
superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel
al Evangelio.
169. En una civilización paradójicamente
herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los
demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la
mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas
veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes
pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús
y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes,
religiosos y laicos— en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan
siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro
caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de
compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida
cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento
espiritual debe llevar más y más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera
libertad. Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin
advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar
donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes,
que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El
acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de
terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje de
ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y
mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos
donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la
docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían
de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el
arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el
otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual
no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el
gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de
espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden
encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal
cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de
desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con
la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que
alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de
las virtudes «a causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten[133].
Es decir, la organicidad de las virtudes se da siempre y necesariamente «in
habitu», aunque los condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos virtuosos. De ahí que
haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena
asimilación del misterio»[134].
Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces
de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con
una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el
mensajero de Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la
situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie
puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y
ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva
de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre
su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen
acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a
querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir
siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos
acompañar y curar, capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida ante
quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos
capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su
disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual
siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión
evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este
acompañamiento y formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo
que les confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de
organizarlo todo» (Tt 1,5;
cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida
personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo
de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos
misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
174. No sólo la homilía debe alimentarse de
la Palabra de Dios. Toda la evangelización está fundada sobre ella, escuchada,
meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente
de la evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la
escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente
evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea cada vez más el
corazón de toda actividad eclesial»[135].
La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta
y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja
contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y
eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra
alcanza su máxima eficacia.
175. El estudio de las Sagradas Escrituras
debe ser una puerta abierta a todos los creyentes[136].
Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y
todos los esfuerzos por transmitir la fe[137].
La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige
a las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un
estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante
personal y comunitaria.[138] Nosotros no buscamos a tientas ni
necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha
hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado»[139].
Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada.